Uno de los mayores gérmenes de esta sociedad es la impaciencia; la dificultad para permanecer tranquilos y sosegados durante la espera de un resultado distinto al actual.
Gracias a ella vivimos la vida con ansiedad deseando que ésta pase al capítulo siguiente, olvidándonos que lo único realmente habitable y digno de ser ocupado por nuestra atención es el momento presente. Deseamos estar siempre y a toda costa en las mejores condiciones posibles, lo cual está muy bien, siendo este un buen principio con el que trabajar, sin embargo tenemos que tener cuidado con este ley hedonista ya que la realidad vital no siempre es goce y disfrute.
Siempre, pero en especial en momentos difíciles es vital cultivar nuestra facultad de poder permanecer en la vida pacientemente. En mayor o menor medida, si dejamos que la impaciencia gobierne nuestras vidas estaremos dándole poder a emociones que tienen que ver con la ira, la rabia, frustración y tristeza.

La incomodidad que genera el no tener las cosas deseadas de manera inmediata, nos regala la oportunidad de entrenarnos para permanecer con el menor coste emocional, durante el tiempo en el que las cosas no nos van tan bien como nuestras expectativas dibujaban.
La vida en toda su inmensidad implica un continuo de polaridades. El frio y el calor, el día- y la noche, su luz y su oscuridad, sonrisas y lágrimas, juventud, vejez…
Cultivar un estado de espera tranquila entre las transiciones de cada polaridad mundana, aprendiendo a focalizarnos con neutralidad en el momento presente, nos hace seres menos precipitados al abismo que supone la tiranía de nuestro ego más individualizado e hinchado.
Hay muchos ejercicios que nos ayudan a cambiar la rabia y la tristeza que nos produce pensar que la vida nos da un “no” constante por respuesta, por la tranquilidad y esperanza que da asimilar un “espera” y sigue trabajando por aquello que amas o deseas con una actitud adecuada.
Para cultivar la paciencia aprende a meditar. Meditar no pertenece a una ciencia esotérica misteriosa, todo lo contrario, todos lo hemos hecho en mayor o menor medida. Se trata de prestar profunda atención a nosotros mismos y/o a nuestro entorno sin reaccionar con automatismos. Meditar entrena a nuestro cerebro para que nos sea cada vez más fácil sosegarnos sin adormecimiento, con plena consciencia. Se trata de poder conocernos desde dentro y no tanto desde fuera, saber leer los mensajes de nuestro cuerpo y la sabiduría que emanan de ellos. Nos abre una puerta de sincera tolerancia hacia el mundo, sus circunstancias, habitantes y hacia nosotros mismos.
Digamos que para saber esperar con una actitud no de resignación sino de aceptación y compromiso, para no enfadarnos con el mundo cada vez que un obstáculo se interpone en nuestro camino, lo primero que es necesario hacer aunque en cierto modo no deja de ser paradójico, es parar. Parar y escuchar con plena consciencia qué hay más allá del ritmo frustrante y acelerado que parece haberse marcado con bolígrafo permanente en el hilo conductor de la historia de nuestras vidas.